Tomar decisiones no es fácil. No es fácil empezar de nuevo,
decir adiós, incluso volver a decir hola a los que se fueron mal, a destiempo,
como con prisa… No es fácil volver al sitio de origen, adónde se suponía que
nunca debías marchar porque ese era tu hogar. Mejor huir, que no es lo mismo
que marchar. Éste va cargado de miedo;
miedo a lo desconocido, miedo a saber si esa era al opción correcta o si por lo
contrario quedarse, aunque sin estar, hubiera sido lo mejor. No arriesgar, como
si fuésemos cobardes, pero sin serlo. Y cómo toda buena huida, ésta va cargada
de mucha esperanza; con ganas de algo mejor, mucho mejor. Con ganas de alguien
como tú, pero sin ser tú. Que me quite los miedos sin hacer preguntas, pero con
muchas respuestas. Ésas que ya se me dar yo solita. Con ganas de mi; yo, mi, me
conmigo. Que no me falte, que no me falle. Como nunca, como pasa siempre.
Escapar. Desaparecer… como si fueses a echarme de menos.
Aunque yo siempre he sido de más, mucho más. Más ganas, más tiempo, más café, más besos... incluso más decepciones, para no perder la costumbre.
Cambiar de nombre para cambiarnos de esencia, como si eso
fuese a hacer las cosas más fáciles. Pero no, nunca es fácil. Porque lo que algún día mereció la pena o lo
hará es difícil, por eso quizá cuesta más. Llega más tarde, se hace de rogar,
nos pone a prueba, y en duda; nos quita y nos da razones, para saber si somos
lo que algún día nos prometimos llegar a ser: valientes.
Y sentimos pasar el tiempo, mientras todo pasa.
Y estamos aquí, aunque no sepamos dónde.
Y volvemos a empezar, aunque nadie haya hablado de finales. Pero
es que éstos tampoco son fáciles y por eso también quedan en el aire, como las
promesas.